Con tantos matrimonios que se rompen, ¿para qué casarse?, ¿no sería mejor vivir juntos, de momento, y luego ya veremos?
Es cierto que son muchos los matrimonios que no llegan a buen puerto y se separan. Pero la norma de nuestra conducta no ha de ser lo que vemos a nuestro alrededor. Independientemente de que sean pocos o muchos los que se casen, uno ha de hacer siempre lo que está bien. Un gélido ambiente exterior no ha de ser motivo para apagar la calefacción, sino más bien todo lo contrario. En ocasiones, nada mejor que el orgullo de saber ir contra corriente.
No olvidemos que el amor, y no el enamoramiento, está basado en la voluntad, no en los sentimientos, de por sí volátiles y pasajeros.
El consentimiento mutuo hace el matrimonio algo sólido y permanente, que puede atravesar momentos difíciles, pero es precisamente ese compromiso de por vida lo que nos ayudará a superar las circunstancias adversas. Ese “sí, yo quiero”, que podremos renovar en el aniversario de la boda, a los diez años, o cuantas veces queramos, nos dará aliento y esperanza para superar las cositas o los problemones que vayan apareciendo.
El noviazgo no es para tener una certeza absoluta, lo que es imposible, sobre el matrimonio con la otra persona. El noviazgo es para determinar si queremos ser leales, con esa otra persona, para construir un proyecto en común que nos lleve al cielo y a la felicidad a nosotros y a esta nueva familia que conformamos (y hay que saber que esa «construcción» dura toda la vida).
Basar la fidelidad del matrimonio en experiencias pasadas, con comparaciones y vivencias en determinadas momentos de nuestras vida (incluyendo la convivencia en el noviazgo), es abocar al matrimonio al fracaso ya que eso no nos hace construir con lo que tenemos en cada momento.